Curro, la mascota de la Expo de Sevilla 92, era el ave perfecta: blanca tocada con los colores del arcoiris, con pedigrí (parecía una especie de Archaeopteryx antropomorfo), y precursora de la unicorniomanía de los #millennials. Vivió como una celebrity en la Isla de La Cartuja rodeada de pabellones increíbles y tecnología punta, se convirtió en un icono en vida fotografiado constantemente por cámaras que todavía necesitaban revelado, pero su destino estaba marcado desde su nacimiento por la profecía de la extinción y el olvido. Todo lo contrario del inmortal Dodo1.
El Dodo residía apaciblemente cerca de Madagascar, en las islas Mauricio, Reunión y Rodríguez; era un ave de la familia de las palomas, curiosa, confiada e incapaz de volar. Fue descrita en un primer informe tras su descubrimiento como «de notable tamaño, más grande que el de nuestros cisnes y con enormes cabezas semicubiertas con la piel solamente, carentes de alas y con cola blanda y encorvada». Los portugueses acostumbraron a llamarlas Dodó por la onomatopeya de su grito, los ingleses Walghvogels (bestias nauseabundas por su sabor) y los franceses oiseaux de nauseé (ave de las naúseas) lo que derivó en oiseaux de Nazareth, por la sonoridad parecida (Traduttore, Traditore!).
Su consumo como alimento por el hombre y sus animales domésticos provocó su extinción. Los restos momificados de una cabeza de Dodo se conservaron en el Museo de Historia Natural de Oxford; allí fue visitado por Lewis Carroll, quien lo resucitó e inmortalizó en El País de las Maravillas.
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Curro desapareció en 1992; el último Dodó fue visto en 1662. ↩
El pez pulmonado, el dodó y el unicornio
Willy Ley
Una deliciosa excursión de 36o páginas por la zoología fantástica, en una edición de Espasa Calpe de 1963, no fácil de conseguir.