Eráse una vez unos científicos obsesionados en reproducir los mejores violines del mundo creados hace mucho, mucho tiempo por Stradivari y Guarneri. Investigaron a conciencia esos instrumentos intentando descifrar porqué todos los avances tecnológicos no habían conseguido igualar ni su tonalidad ni su sonido único y característico.
Descubrieron que las maderas de los Stradivarius procedían de abetos y arces que crecieron en una época muy fría. La escasa variación de temperatura en el transcurso de las estaciones hizo que esos árboles crecieran poco: los cambios en los anillos y la variación en la densidad de la madera eran mínimos. ¡Eureka! Ése era el motivo por el que las cualidades tonales de los Stradivarius eran superiores a las del resto de violines. Ahora sólo les quedaba saber cómo replicar ese crecimiento lento.
Pasaron los años, hasta que un día del año 2008, consiguieron conferir a las maderas de las picea abies y acer platonoides de los bosques centroeuropeos la densidad y elasticidad necesarias para hacerlas sonar de forma mágica. Los duendes que les ayudaron fueron unos hongos llamados physisporinus vitreus y xylaria longipes, degradando la celulosa y humedeciendo las paredes de las células de las maderas.
Los científicos estaban locos de alegría por lo conseguido con este proceso de degradación fúngica; pero ahora tenían que certificarlo. Así que, al año siguiente, en Sajonia, el violinista Matthew Trusler interpretó tras una cortina y ante el público y un jurado la misma obra con cinco violines diferentes: un Stradivarius de 1711 valorado en dos millones de dólares y cuatro violines Rhonheimer modernos: la madera de setas triunfó, consiguiendo un sonido más cálido y redondo.
Y colorín colorado, los hongos y la biotecnología fueron felices para siempre.
No dejéis de visitar las delicadas fotografías de #sogreatisthepowerofbeauty, ¡gracias Petronia Locuta!