Kiyoaki, solo con sus pensamientos, miró al árbol y por primera vez aquel día se acordó de las flores del cerezo. Colgaban en enormes racimos de la negra austeridad de las ramas, como una masa de conchas marinas blancas sobre un arrecife. El viento de la tarde acariciaba las patas de las ramas, y éstas se doblaban graciosamente con una lluvia de flores. La palidez de las flores estaba matizada por racimos de rojos capullos. Con una sutileza, casi invisible, el centro en forma de estrella de cada flor estaba marcado con diminutos puntos, como los hilos que sostienen un botón.
En este fragmento de Nieve de Primavera, Yukio Mishima capta la esencia del sakura y la belleza de lo efímero, el alma de Japón.
Muchas cosas han cambiado en Japón, pero la floración de los cerezos mantiene su ritmo; salvo una variedad de Prunus Subhirtella que florece en estas fechas, son flores fugaces que aparecen en primavera, antes de que broten las hojas, un símbolo de la vida del hombre, que nace desnudo, sin posesiones y que muere del mismo modo.
Los avances tecnológicos facilitan hoy la tradición de observar este momento, para que nadie se quede sin una fotografía con que detener el flujo del tiempo. Un boletín meteorológico da a conocer el avance de la situación de los sakura en todo el archipiélago: en brote, en florecimiento, en mitad del florecimiento, capullos totalmente abiertos (esplendor o mankai) y el hazakura, cuando brotan hojas en las ramas y las flores abandonan el árbol como copos de nieve dejando alfombras de pétalos en los jardines. Las hojas que han caído al suelo no se recogen para que se conviertan en musgo, un elemento característico de los jardines japoneses.