Este otoño, cuando recolectamos pétalos de azafrán silvestre en la Serra da Capelada, eché de menos algún tipo de Shazam botánico —o conocer a alguien como el escritor de la La vida del pastor— para analizar las diferencias de esta iridácea con su prima, la famosa y deseada rosa del azafrán.
TenĂa claro su parentesco: seis pĂ©talos de color morado, ambas florecen por la misma fecha. Poco a poco aparecieron las diferencias: el azafrán de la montaña, crocus nudiflorus, crece de modo espontáneo, es tĂłxico e inodoro y carece de los tres estigmas rojos caracterĂsticos del verdadero azafrán, crocus sativus, del que se obtiene la especia más cara, ofrenda de dioses, evocadora de colores, perfumes y tesoros de oriente y la Ăşnica capaz de conquistar vista, olfato y gusto al mismo tiempo.
El falso azafrán está vinculado a la vida pastoril. Quizás los pastores de BelĂ©n ya lo conocĂan por su nombre de quitameriendas —en la fecha de su floraciĂłn, al hacerse de noche antes, se prescindĂa de la merienda para que no coincidiese con la cena—, o por el de despachapastores, por marcar el inicio de la transhumancia.
Y ya puestos a imaginar novedades del Nacimiento, me gusta fantasear con la posibilidad de que el oro que trajeron los Reyes Magos, acompañando al incienso y a la mirra, fuese, para sorpresa de los pastores, azafrán, oro rojo, la especia más poderosa, versátil y cara del mundo.