Desde el año que estudié griego conservo una estampilla del clásico cuadro de la Inmaculada Concepción de Murillo. Era una tradición que nuestro profesor, el Padre Castejón, nos regalase por nuestro santo una tarjeta con una imagen religiosa y una dedicatoria al dorso que siempre era una cita manuscrita del evangelio en griego. Cumplía así una doble función: nos pedía la traducción del versículo a la vez que predicaba el nuevo testamento. ¡Todo un motivador al estilo de profesores como los de La sonrisa de Mona Lisa, El club de los poetas muertos, McFarland o Los chicos del coro!
Esta pintura es de ésas que nos llegan a aburrir de tanto verlas (darnos calor como dice mi amiga Elvi). Hoy, festividad de la fecha en que la Virgen fue concebida sin pecado original en el seno de su madre Santa Ana1 —asunto que no debemos confundir con la virginidad de María—, damos la bienvenida al pintor que dio a conocer a la Inmaculada, dos siglos antes del dogma, el gran Bartolomé Esteban Murillo.
Murillo tuvo mucho éxito en la época del «Dios es español», con su novedosa representación de este tema religioso: ante la demanda existente ideó una fórmula que aunaba la tradición iconográfica de la Inmaculada y de la Asunción. Y así se lo reconoció el mercado, ya que su Inmaculada de Soult fue una de las obras más cotizadas durante el Romanticismo. En ese momento, el precio medio de un Velázquez rondaba los 37.345 francos; mientras que la obra de Murillo alcanzaba los 62.491 francos. Cuando el Mariscal Soult la expolió2 —junto con otras como La natividad de María— no se imaginaba que sus herederos iban a recibir por ella 615.300 francos, el precio más alto obtenido hasta entonces por una pintura.3
Las dulzuras y suavidades de las Vírgenes flotantes de Murillo tienen aparentemente poco que ver con la visión de la maternidad de Giovanni Segantini4, del que os muestro arriba un autorretrato. El castigo de la lujuria forma parte de una serie llena de simbolismo católico –aunque curiosamente no tenía buenas relaciones con la Iglesia– sobre la temática de las malas madres: en una escena a lo Dante, las almas de dos mujeres flotan sobre los Alpes, castigadas por haber perdido dos hijos que esperaban. Sin embargo, a pesar de situar geográficamente ese lugar de condena en los Alpes, las últimas palabras conocidas de Segantini fueron «quiero ver mis montañas».
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Muchos pintores han captado el nacimiento de María el ocho de marzo, justo nueve meses después de su concepción. En las representaciones de la Natividad de María, la cama de Santa Ana suele recordar a un hospital dónde hay un montón de visitas que quieren ver a la recién nacida y dejan a la madre en un segundo plano. ↩
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Fue recuperada en 1941 para el Museo del Prado con un curioso trueque. Si vais a verla, no dejéis de pasar por el Café Murillo. ↩
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Como la Navidad no debiera ser tiempo para cotizaciones y sí es tiempo de niños y generosidad, apunto aquí que desde este verano y gracias a la donación del fundador de la cadena Vips, Plácido Arango Arias, la Niña Inmaculada, que pintó Zurbarán tomando como modelo a su hija Manuela, ya pertenece al Museo del Prado. ¿Le gustaría más esta estampilla al Padre Castejón? ↩
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Este documental recién estrenado interesará al que quiera saber algo más de este huérfano, apátrida, lector de D'Annunzio e ilustrador de la versión italiana de Así habló Zaratustra. ↩
Trekking en los Alpes
Lonely Planet
Bartolomé Murillo nunca viajó fuera de España, por lo que necesitaría esta guía para poder recorrer los parajes que fascinaron a Giovanni Segantini (y a Nietzsche, el abuelo de Heidi y tantos otros).