Estas fiestas, como los bodegones que llegan hoy a Adviento, nos invitan a disfrutar humildemente de la vida. Desde el curioso concurso de pintura entre Zeuxis y Parrasio siempre nos ha gustado observar nuestras mesas y comidas. Los bodegones barrocos, decorados con exquisitas mantelerĂas, finas cristalerĂas con reflejos increĂbles, y comida sabrosa me parecen propios de las perfectas navidades.
Me fascina —y me desquicia— la compleja minuciosidad de muchos de estos cuadros: no sabrĂa si quedarme con los bodegones grotescos de Arcimboldo, los austeros y mĂsticos de Zurbarán, las hortalizas y caza colgantes de Sánchez Cotán —autor de ese curiosĂsimo retrato de mujer barbuda—, la exuberancia de Jan Davids de Heem, las flores de Rachel Ruysch, la delicadeza de Chardin1 o los homenajes del gran RamĂłn Gaya.
Goethe lo tenĂa más claro que yo: escribiĂł que si tuviera que escoger entre una vajilla de oro real o la misma de una naturaleza muerta de Willem Kalf, elegirĂa la del cuadro. La perfecciĂłn del detalle es tan grande que se puede identificar el cuerno de bĂşfalo y montura de plata de la pintura con el expuesto en el Museo de Historia de Amsterdam.
Otras veces los detalles de un bodegĂłn como Ă©ste de Giovanni Stanchi sirven para desatar la polĂ©mica sobre la evoluciĂłn de los cultivos. ÂżHabĂ©is visto alguna vez una sandĂa asĂ?
No os preocupĂ©is por las sandĂas; eso sĂ, si esta Nochebuena tenĂ©is espárragos en la mesa es la ocasiĂłn propicia para soltar la historia del manojo de espárragos de Manet: el pintor vendĂa ese cuadro —muy parecido a Ă©ste de Adriaen Coorte— por ochocientos francos; pero su comprador, el rico coleccionista Charles Ephrussi, que inspirĂł a Marcel Proust para su Swann, pagĂł mil francos. Obviamente, para el ofendido Manet no era elegante devolverle la diferencia —¡quĂ© vulgaridad!—, asĂ que pintĂł un nuevo bodegĂłn con un Ăşnico espárrago y se lo enviĂł a Ephrussi con la nota «el que faltaba a su manojo».
Y cuando terminĂ©is la cena, recordad que no se debe recoger la mesa la noche de Navidad. Mi abuela decĂa —y esta historia sĂ la doy por cierta— que esa noche vienen los ángeles por casa. AsĂ que cuando terminaba la juerga, dejábamos los turrones y dulces para los las criaturas celestiales. Me imaginaba a unos ángeles silenciosos que entraban al estilo del zapatero de los hermanos Grimm o como la escena que retratĂł Murillo en La cocina de los ángeles, dĂłnde para ayudar al devoto fraile cocinero, que se dedicaba a rezar en lugar de cocinar, acudĂan los ángeles con el fin de evitar la reprimenda de sus superiores.
¡Buen provecho!
Y abrazos a todos los solidarios que ayudáis a los demás, leyendo o contando historias en hospitales, trabajando anónimamente como los duendes del zapatero o compartiendo comida en las cocinas de los ángeles que ahora llamamos bancos de alimentos.
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EncontrĂ© esta maravilla de documental: El sabor de lo inmĂłvil (y de voz) en el que se analiza un bodegĂłn de Chardin. ↩
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