Las dos locomotoras de mis hermanos y un accidentado viaje hicieron que me fascinara desde pequeña por los trenes.
El Ibertren de mi hermano era pura magia. Nos entretenía tanto armar las vías, como la ceremonia de desmontarlas y colocarlas en su caja con apariencia siempre nueva; nos divertía tanto ponerlo en marcha y contemplarlo como descarrilarlo y volver a empezar el circuito1.
El tren de mi hermana se llamaba Emma, la buena y fiel locomotora mágica —que se podía transformar en barco, tiovivo o dragón— de Jim Boton y Lucas el Maquinista; las adorables ilustraciones2 de ese libro me convencieron de que en toda historia emocionante era indispensable un tren.
Mi primer viaje en ferrocarril fue una sorpresa inesperada: toda la familia —incluido nuestro coche averiado, que tuvo que subir en un vagón especial— hicimos el trayecto de vuelta a casa en un compartimento de coche-litera del Talgo. La ilusión de subir a un tren con asientos que se convirtían en camas fue un gran truco con el que mis padres nos sorprendieron: consiguieron, al estilo Roberto Benigni, que una situación desastrosa se convirtiese en algo memorable y divertido.
Desde entonces he sumado montones de kilómetros ferroviarios durante los que he leído3, escuchado música4, entretenido con el Tetris, dormido y conversado. He atravesado el Gotardo en un vagón silente y mirado con recelo a las intimidantes funcionarias ferroviarias de la antigua Unión Soviética. Un viaje soñado sería salir desde la estación de São Bento en Oporto —¡esos azulejos!— con destino a la antigua estación de Orsay, disfrutando del paisaje y la puntualidad de los trenes de cremallera suizos, y de la estética y compañía del Flecha Roja.
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La escala inicial de los trenes de juguete se la denominó «1» y a la segunda escala, más pequeña, «0», que representa 1/48 de la escala natural. Al empezar a escasear la materia prima se creó un nuevo tamaño, la mitad de la escala «0», y que se denominó «H0» (Halb es mitad en alemán), muy popular porque permite mucho detalle ocupando poco espacio. ↩
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Las ilustraciones son de Franz Josef Tripp, un pintor discípulo de Heinrich C. Berann, el padre de los mapas panorámicos modernos… Nació en Innsbruck, claro. ↩
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Las lecturas de Tolkien consiguieron que cualquier paisaje visto desde el tren me parezca la Tierra Media. ¡Qué ganas de ver el final de El Hobbit! ↩
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Como en la coreografía de Björk de Dancer In The Dark’, un musical que emociona con las vías del tren como un instrumento más. ↩