Sin ánimo de ponerme nostálgico ni, como dice mi amiga Raquel, en modo abuelo Cebolleta, he de reconocer que mi infancia sin muñecos 1 no hubiese sido ni la mitad de feliz. El primero que recuerdo es el Big Jim, concretamente el indio Gerónimo2, pero también he tenido varios Madelman 3, Airgam Boys y, por supuesto, una súper colección de Clicks de Famóbil —los primeros Playmóbil producidos en España por Famosa—. Pero si tengo que quedarme con uno, ése es el Geyper Man. Y aún digo más: el Geyper Man barbudo.
De pequeño quería ser como él. No por su cuerpo, tallado en el gimnasio de la vida —Geyper Man no necesitaba ir al gym; ésa era su constitución. Tampoco por aquella cicatriz en la mejilla; yo ya tenía una en la frente, fruto de una caída por no ser tan resuelto y ágil como él. Lo que realmente me daba envidia era su barba. Ahora, pasados los 40, ni siquiera he conseguido que mi cara tenga la mitad de su densidad capilar, y eso es frustrante.
Me ha contado la autora de este blog que ella misma le robaba los Geyper Man a su hermano para hacer de novios de sus muñecas. Es evidente que todas preferían al barbudo. Es más, estoy seguro de que la mismísima Barbie cambiaría a su barbilampiño y descafeinado Ken por este macho sin parangón.
Sin embargo, no todos los recuerdos que tengo del Geyper Man son felices. Podría decirse que con él también aprendí a odiar. De hecho, hay una persona a la que no he vuelto a hablar desde que lanzó el descapotable azul de mi Geyper Man a la hoguera una noche de San Xoán. ¡Y ya ha llovido desde entonces!
Por supuesto, tengo un geyperman barbudo escondido en algún lugar de mi casa que no puedo desvelar porque, aunque mi hija Violeta todavía no sabe leer, me da auténtico pavor que esa información pudiera llegar a sus oídos y un día, al abrir la puerta, me la encontrara jugando con él y la gillette.
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Los años 70 fueron la época dorada de las figuras de acción que, como bien apunta la página oficial de Geyper Man, los niños de mi generación les llamábamos simplemente muñecos. ↩
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Si lo pienso, todavía me duele el pulgar de tanto apretar el botón que tenía en la espalda para machacar al Dakota Joe de mi primo Vicente con sus movimientos de Karate. ↩
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De nuevo el dolor de dedos, en este caso el índice, al accionar el mecanismo que hacía que girasen las aspas del helicóptero. ↩