Yo me estremezco. AĂşn se me eriza el vello. El estĂłmago se me llena de mariposas y sonrĂo, impaciente y nervioso. Me sucede siempre que recuerdo la primera vez que lo vi. Habrán pasado mil años1. Entonces descubrĂ que el corazĂłn podĂa latir a un ritmo endemoniado, que los ojos podĂan abrirse hasta el infinito, que la felicidad absoluta estaba a mi alcance.
Era 6 de enero —hoy lo deduzco— y me despertĂ© como siempre, con la inocencia de un perrillo, como si fuese el primer dĂa de una sucesiĂłn de dĂas sin principio ni fin. Sin embargo, aquella mañana supuso para mĂ el comienzo. TenĂa mi propio hito cronolĂłgico. Ya existĂa el antes y el despuĂ©s. Y el despuĂ©s era prometedor.
Primero lo vi de soslayo. Aturdido, pestañeĂ© alarmado. No daba crĂ©dito. AllĂ estaba. No soñaba. Era real. A los pies de mi camita, reluciente, gigantesco, ¡un coche de carreras! con su volante, con sus cuatro ruedas y su carrocerĂa. Ay, y los pedales… ¡QuĂ© pedales! 2 Me abalancĂ© sobre Ă©l. Me sentĂ© de un brinco. ConstatĂ© que habĂa nacido para ese cochecito.
Ahora evoco ese trance como uno de esos momentos Ă©picos que todo ser humano debe sentir al menos una vez. Yo ya podĂa conducir hacia la felicidad. Y la felicidad significaba pedalear hasta alcanzar una velocidad absurda3, deslizarme cuesta abajo, ¡¡derrapar!! girar bruscamente cuando un muro, el banco del parque o una piedra se interponĂan en mi camino. La felicidad era recorrer el mundo sobre esa máquina. El cochecito y yo Ă©ramos uno.
El cochecito de pedales. SĂłlo comparable al primer castillo de arena, a la primera zambullida en el mar, al primer beso, a la primera tortilla de patatas. Nada malo podĂa pasarme en Ă©l. Los golpes, las heridas, la ropa desgarrada eran las huellas que dejaba un dĂa, otro más, dedicado a violentar las leyes de la fĂsica. El espacio, el tiempo, la gravedad… pulverizados con un volantazo.
En fin, me estremezco y me emociono, sĂ. Porque aquel 6 de enero supe que los Reyes Magos existĂan. Yo no les habĂa pedido nada. AĂşn no sabĂa escribir. Nadie, sĂłlo unos seres mágicos como ellos podĂan saber que lo que yo querĂa, que lo que yo necesitaba era esa sensaciĂłn que provoca la felicidad absoluta, y Ă©sta tenĂa forma de cochecito de pedales.
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Desde que nacemos las ruedas nos acompañan: nuestros padres usan cochecitos y sillas para llevarnos de acá para allá. ↩
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Hay fotos de cochecitos de pedales desde comienzos del siglo XX, momento en el que el automĂłvil se popularizĂł: los niños querĂan imitar a los padres y los padres no se podĂan resistir a ver a sus hijos conduciendo coches como los suyos en miniatura. Durante la Primera y Segunda Guerra Mundial los cochecitos de pedales se transformaron en tractores, ambulancias, camiones, jeeps, aviones o barcos, emulando una vez más los nuevos medios de transporte que usaban los mayores. ↩
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El primo hermano del cochecito de volantes es el triciclo. ÂżOs acordáis cĂłmo corrĂa con uno el niño de El Resplandor? ↩